lunes, 14 de diciembre de 2009

La vergüenza


Miró de reojo al ejecutivo que subió despistado al carro tratando de atender una llamada a su celular. Llevaba una bolsa plástica negra en una de sus manos y varios kilos encima. Isabel era muy joven, su rostro así lo delataba pero su porte y su gruesa estructura la hacían ver toda una señora.

El metro hervía de pasajeros a esa hora de la tarde. Debió permanecer estoicamente de pie durante todo el trayecto. -Cómo puedo estar cansada si tengo solo 20 años- se lamentó, mientras pensaba con ansias en el sándwich que devoraría minutos más tarde en ese local de comida rápida que tanto le gustaba.

El tren frenó bruscamente y por no estar atenta rodó por el suelo antes de quedar desparramada en el vagón. Se levantó como pudo, recogió la bolsa y se incorporó de nuevo. Sus mejillas comenzaron lentamente a enrojecer. Las sintió ardientes como si le hubieran dado una feroz bofetada. A su lado se instaló una muchacha que no paraba de mandar mensajes por su teléfono.
–¿Serán recados a su novio?- se preguntó Isabel mientras recordaba esas cartas que aún guardaba. Apretó la bolsa que llevaba entre manos e intentó alejarse de la chica que apretaba desenfrenada cada letra y número de su celular. Isabel quería bajar de ese vagón y advirtió que aún le faltaban cuatro estaciones para llegar a destino. Intentó concentrarse contando las luces blancas cada vez que el tren se internaba en el túnel, pero pasaban tan rápidas ante sus ojos que por momentos sintió fuertes mareos que la obligaron a abandonar esta acción.

A lo lejos vio que una señora se levantaba de su asiento. –Estoy tan agotada que me sentaría feliz.- se dijo, pero desistió de ello toda vez que imaginó las miradas de los pasajeros al verla cruzar el vagón.

- ¡Vergüenza, eso es lo que debería darte!. Si sigues comiendo de esa forma no encontrarás a nadie que se fije en ti- le dijo su madre cuando la vio devorar con tanto ahínco tres marraquetas y medio kilo de jamón a la hora del té.

El tren frenó de nuevo y la voz casi indescifrable de su conductor se escuchó por los pasillos del vagón. – Señores pasajeros este tren permanecerá detenido más allá del tiempo establecido- se oyó decir por altoparlante. Isabel notó que las luces bajaban y miró hacia la puerta cuyos vidrios eran ahora verdaderos espejos acusadores. La redondez de su figura le sorprendió. Notó que sus pómulos mofletudos colgaban de su rostro como dos grandes manzanas rojas. Sin embargo le gustó su nariz, respingada y pequeña. Al bajar por su cuerpo se avergonzó de su abultado abdomen. Intentó mantenerse erguida aguantando la respiración. En eso estaba cuando de pronto vio algo que la dejó sin aliento. No podía creer que durante todo el tiempo que había durado su trayecto no haya sido capaz de verlo. ¡O sí!, si lo vio pero lo miró con deprecio cuando subió al vagón preocupado de responder una llamada. El no la reconoció o si lo hizo prefirió esconderse entre la multitud.

-Era obvio- pensó Isabel. –Ya no soy la misma y debe sentir vergüenza de mí-
Cuando la abandonó aquella tarde de domingo se juró a si misma que jamás lo volvería a ver. El tiempo se encargará, pensó en ese entonces. Y aunque trató de buscar una salida desesperada a su angustia el hambre pudo más y permaneció meses sin salir de su habitación. Pero una llamada urgente desde el otro extremo de la ciudad la obligó a salir de entre las sábanas aquella mañana sin saber que se había transformado en una perfecta desconocida.

martes, 22 de septiembre de 2009

Amor después de todo


Irene, una prostituta que captaba clientes en la barra de un bar clandestino llegó como todas las noches con su carterita de charol negro y su vestido de fiesta azul aterciopelado. Se sentó como pudo dejando al descubierto sus piernas largas y regordetas. Pidió lo de siempre, una bebida Light con hielo. Le gustaba estar siempre lúcida, sobre todo en aquellos momentos de intimidad, porque a diferencia de sus compañeras de local, ella sí los disfrutaba. Solía comentar que había nacido para el sexo. Libre de complejos era capaz de describir sin perder detalle cada escena de ardiente pasión con hombres de edades distintas y oficios diversos.

Pero esa noche no fue igual que las otras. Esperó más de lo acostumbrado y cuando iba por el cuarto vaso de brebaje sintió que le susurraban al oído. – Si me dejas pasar la noche contigo, te prometo que volveré- escuchó, mientras su garganta se atoraba de líquido gaseoso.

Al voltear se encontró con un hombre de pectorales anchos y labios gruesos. Vestía una camisa blanca y de su cuello colgaba una gargantilla de oro que hacía juego con sus tapaduras doradas. Por un momento creyó reconocerlo, pensó que podía ser el Charly, ese bruto cabrón que la dejó malherida en aquel viejo hotelucho de Concepción.

La tomó del brazo con violencia. Ella, intentó zafarse pero le fue imposible, la mano de aquel hombre apretaba fuerte; podía sentirlo. La arrastró por el local, dejando sillas y mesas en el camino. Afuera amenazó con matarla si gritaba. Doblaron la esquina y entraron al motel donde Irene solía llevar a sus clientes. Una vez dentro, el hombre se despojó de su chaqueta y buscó algo en el bolsillo. Irene temblaba, cerró los ojos e imaginó un revólver apuntándole a su cabeza. De pronto sintió que le arrebataban su cartera. – Más encima ladrón- pensó.

Un tibio beso la despertó y al abrir los ojos una rosa roja posaba ante sus ojos.
Tomó la flor con las manos aún temblorosas, él acercó sus labios a los suyos. Sólo ahí comprendió que estaba frente a su primer hombre, aquel que la deshojó como los pétalos de ese capullo carmesí que ahora yacían desparramados en la alfombra.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

El destino de la pileta del parque Cousiño


-Hija, hijita, una moneda- repite incansable el mendigo sentado sobre la circunferencia que me da forma. Todos los días arrastra sus pies cargando pesados bultos y se sienta junto a mí. Introduce sus manos negruzcas en el agua que a diario cambian los funcionarios municipales. Frota su rostro y se despercude con rapidez. Busca entre bolsas y harapos la choca para el café y el vaso de plumavit donde guarda las monedas.

Cuando ha juntado lo suficiente para su comistrajo del día, vuelve a sentarse a mi lado. Aprovecha el sol de la tarde para ventilar sus guiñapos que lava cuidadosamente en mi alberca. - Me molesta el jabón que usas - le susurro desde el fondo. – Es muy fuerte y soy alérgica- reclamo. Pero el vagabundo no me escucha y arremete con más fuerza, restregando cada una de sus ropas. Puedo ver desde acá camisas sin mangas, pantalones gastados y poleras rotas. – ¿Te vas a poner eso?- le pregunto.

Termina de lavar y decide usarme de tendedero. Aprovecha que a esa hora la gente transita apurada y extiende los trapos a lo largo, cuidando de no arrugar ninguna de sus coloridas prendas.

Comienzo a estornudar y el agua se agita formando pequeñas olas. Me siento extraña, cambio de color, no soy capaz ni siquiera de reconocer las monedas que a diario recibo como fuente de la fortuna. Son muchas, pero no logro distinguirlas. Un niño pasa en bicicleta y me mira con burla. Se ríe porque estoy rodeada de atuendos que no me pertenecen.

Recuerdo que cuando fui levantada al centro de ese frondoso parque con juegos infantiles y ciclovías, estaba feliz. Si hasta una ceremonia se hizo para celebrar mi presencia. Llegaron el alcalde, sus asesores, vecinos y curiosos mientras yo lucía con orgullo mi estructura de piedra marmolada con incrustaciones de metal.

lunes, 31 de agosto de 2009

El disparo



Dejó el arma sobre la mesa. La sintió pesada, mucho más que cuando la tomó aquella vez en esa armería de calle Zenteno.
-Es una semiautomática de grueso calibre. Sus tiros son letales- le indicó el vendedor, mientras giraba el revólver entre sus manos.
El anciano asintió con la cabeza. – Es para defenderme. Estoy viejo y solo. Ha visto las noticias?, le preguntó. – Nunca se sabe amigo, hay que cuidarse-
El hombre detrás del mesón lo miró con indiferencia. No era primera vez que vendía un arma de este tipo a un pobre y viejo jubilado que quería resguardar su integridad ante tanta violencia que a diario reportaba la radio y la televisión.
- De todas formas, tiene que inscribirla- sugirió el vendedor.
- Lo sé, conozco el reglamento, replicó.
Al salir, reparó que en la vitrina del local había un largo rifle de cacería calibre 22. – Modelo americano- dijo para sus adentros. Contempló por largo rato esa escopeta de fierro negro y culata de nogal. – Quizás esta sea mejor- pensó.

Abandonó la tienda con la caja bajo el brazo y caminó largas cuadras hasta llegar a su auto que logró estacionar en una calle cercana. Miró a ambos lados y emprendió rumbo a Las Cruces. Ahí vivía desde que jubiló como empleado público en un Ministerio donde llegó a ser presidente de la Asociación de Funcionarios por dos períodos consecutivos. Al finalizar este último, se le vio deambular triste y pesaroso por los pasillos de aquel edificio de calle Juan Antonio Ríos. A sus espaldas se especulaba de un cáncer que lo estaría matando de a poco. Otros, que la pena era por su hijo Patricio. Siempre que le preguntaban por él bajaba la cabeza y algunos dicen haberlo visto lagrimear a escondidas. El último año en la institución lo dedicó a defender a sus compañeros. Desde su sitial como dirigente abogó por mejoras salariales y participó en cuanta reunión de funcionarios fiscales se desarrolló. Era habitual verlo con pancartas en las marchas al Congreso por el reajuste salarial.

Don Nelson era querido y respetado. En su oficina colgaban retratos de Clotario Blest, Ghandi y del padre Alberto Hurtado. Era un hombre de fe y de fuertes convicciones sociales. En su mesa de trabajo siempre había un libro y una libreta de apuntes donde le gustaba trazar algunos versos que después leía en voz alta en las cenas de aniversario que cada año celebraba la institución donde trabajó por más de 30 años.

Mientras conducía su Peugeot gris por la Alameda recordó a su mujer: la Estelita, como cariñosamente la llamaba. Una leve sonrisa cambió la fisionomía de su rostro abatido por la tristeza. La vio en la vieja casona que ambos compartían en La Reina cultivando cebollines y tomates en un improvisado huerto que cuidaba con esmero. - Si yo me hubiera ido antes- musitó. – Me haces falta vieja, mucha falta- se lamentó.

Una lágrima se deslizó por los surcos de su añosa piel. Manejó sin prisa y muy atento, dando de vez en cuando una fugaz mirada a la caja que dejó en el asiento del copiloto.
Al llegar a Las Cruces, notó que una de sus manos le temblaba. La alerta se la dio el brusco movimiento del volante que comenzó a vibrar cuando apareció ante sus ojos el letrero verde que indicaba en kilómetros la distancia de su destino.

Estaba nervioso, un repentino sudor bañó su frente la que intentó secar con un pañuelo que sacó de la guantera. Abrió la ventanilla del auto y respiró aire fresco. Le agradó sentir como el viento mecía los pocos cabellos que le quedaban. Pisó el acelerador con fuerza y giró a la izquierda para adentrarse en un camino húmedo y arcilloso. Notó que los pinos se mecían con más fuerza que la de costumbre y a lo lejos podía escuchar el rugir de las olas que golpeaban furiosas contra las rocas.

La cabaña que había comprado con la venta de su casona en La Reina era pequeña pero suficiente pensó –cuando la vio por primera vez- para pasar sus últimos días frente al mar.
-¿Y qué harás en este lugar Nelson?, le preguntaron amigos y familiares cuando lo vieron decidido a partir.

- Plantaré tomates, caminaré por la arena y volveré a leer esos viejos libros, como lo hacía el poeta en Isla Negra- respondió en ese entonces.
Pero nada de eso finalmente ocurrió. Podía pasar horas enteras sentado en el balcón contemplando como el sol se escondía detrás de esa línea horizontal que se perdía en el océano. No hubo huertos, ni ánimo para caminar descalzo por la playa. Apenas algunas lecturas de libros que había dejado en su mesita de noche.

Estacionó el auto frente al portón de madera con la inscripción Calle larga 2186. Abrió el pesado candado y empujó con fuerza. Contempló los lirios y las calas blancas que adornaban la entrada. Una vez dentro de la casa, saludó como siempre lo hacía a los personajes que adornaban las paredes. El rostro apacible del fundador de la Central Unitaria de Trabajadores CUT, Clotario Blest, lo miraba desde lo alto y los brazos abiertos del Padre Alberto Hurtado parecían ir a su encuentro.

- Aquí estamos compañeros, en la lucha diaria- les repetía a diario.
- Algún día nos encontraremos allá arriba-
Buscó su sillón favorito y encendió el televisor. Subió el volumen y sintió que sus mejillas se ruborizaban. Sintió calor y decidió quitarse el suéter y quedar en mangas de camisa. Afuera, el viento rugía fuerte y golpeaba las ventanas.

Miró hacia la mesa del comedor y vio el arma apuntando a un retrato familiar que decoraba un viejo armario. –Si se dispara ahora, morirían todos los que en esa foto sonríen, incluyéndome a mí- pensó.

De un salto se levantó del sofá. Le sorprendió tanta agilidad.
-Vamos a terminar de una vez con esto- se dijo.

Sacó de la caja las dos balas que había comprado y las cargó en el revólver con rudeza. Lo tomó con decisión y apuntó a sus sienes cerrando los ojos. Por su mente desfilaron recuerdos fugaces, imágenes de un pasado glorioso, de luchas y recompensas. Un estruendo interrumpió con violencia y vino a confundirse con la voz de un conductor de noticias que a esa hora relataba los detalles de un asalto a una familia en el sector oriente de la capital.

jueves, 27 de agosto de 2009

Jaime González: El oficio de no olvidar



Dividido en cuatro cantos, Canción heroica, viene a ser el quinto trabajo literario de este poeta y escritor nacido en los albores de 1947. Con solo 15 años de edad, recibe de manos del propio Pablo Neruda el premio Juegos Florales de la Universidad de Chile con su poema Oda a un niño negro. Entre sus publicaciones destacan los poemarios Huellas en la arena, Anatemas y El caballo azul prologado por Luis Sánchez Latorre. Actualmente se encuentra en imprenta Réquiem, un homenaje a la poeta comunista Escilda Greve.

"El Palacio de La Moneda arde de traición a traición quemado ..." así nos introduce Jaime González en una poesía sinuosa y vehemente que recorre cada episodio de una historia truncada, interrumpida abruptamente por la incontrolable fuerza del poder. Con una pluma incansable, devastadora y a ratos vivencial, este abogado curicano desnuda la realidad de un pueblo herido y castigado, herencia de un poderío militar que dejó huellas en el mar y en el desierto que hoy florece en el Norte Grande.

Los llantos del amanecer en un día gris, el grito visceral de los caídos un 11 de septiembre de 1973, a 30 años de aquella interminable jornada. "No hay pan ni luz: El toque de queda cae sobre secos geranios. De noche allanamientos negros en las casas vacías..." el recuerdo de un pasado oscuro, de balizas ruidosas y helicópteros sobrevolando poblaciones marginales, el hambre, la miseria y la injusticia en calles, vecindarios y antiguos conventillos capitalinos. Por aquellos años, desde el exilio, una dolida Isabel Parra cantaba: "Linda se ve la patria señor turista pero no le han mostrado las callampitas; mientras gastan millones en un momento de hambre se muere gente que es un portento".

El dolor está esbozado en cada verso y palabra que se desliza por el suave papel, pero no es aquel lamento ajeno y colectivo sino el del propio autor "... es dolor mi corazón y mi palabra", nos advierte en cada pasaje de su poesía valiente, envuelta en las llamas de una memoria que resiste el olvido. Canción heroica nace para remontarnos a esa historia reciente, frágil y que muchos prefieren no recordar.

El golpe militar de 1973, los largos 17 años de dictadura, la marginalidad urbana, el manifiesto de aquellos que quedaron en el camino, esparcidos y mutilados con sus rostros marchitos, manos que escarban entre la arena y el fango. Imposible resultará para el lector no revivir lo inconfesable, el desconsuelo de las almas que navegan insomnes por cada rincón de este país.

viernes, 21 de agosto de 2009

Trilogía de un crimen imperfecto

La escapada

La mujer bajó corriendo las escaleras. Al llegar al último peldaño reparó en que algo le faltaba. Era su dignidad, que había quedado atrapada en esa oscura pieza de hotel.

El asesinato

En la habitación de ese hotel había quedado el cuerpo inerte de esa mujer tendida boca arriba y con un hilo de sangre corriendo por la comisura de sus labios amoratados. Miró a ambos lados de la calle. No esperó la luz verde del semáforo. Simplemente cruzó. Encendió un cigarrillo y notó que sus manos le temblaban. Pensó en regresar pero ya era tarde.

El hallazgo

Giró la perilla de la puerta con cautela, la empujó suavemente y asomó su nariz al interior de aquella habitación nauseabunda. Al abrir la puerta pudo ver lo que ya intuía. Era ella, la mujer que había visto descender las escaleras de ese viejo hotel que administraba.
Un hilo de sangre corría por esos labios ennegrecidos y mustios. Quiso tocarlos pero no se atrevió por temor a dejar sus huellas y ser culpado de un crimen que no cometió.

martes, 18 de agosto de 2009

Para escribir una crónica con el menor esfuerzo



Sacuda su flojera de manera que se note la falta de ganas para salir a reportear. Si su editor se le acerca y le susurra al oído que deje de jugar al solitario, no se desespere. Explique que está haciendo uso de su hora de almuerzo.

Despliegue sobre el escritorio el sándwich que trae envuelto en papel metálico y déle un buen mordisco. Procure masticar con la boca abierta mirando a su jefe para evitar que este lo siga molestando y se retire del lugar tan rápido como llegó.

Una vez que ha devorado la merienda, levante sus piernas y extiéndalas sobre la mesa de trabajo. Sea cuidadoso, evite golpear la pantalla del computador y arrojar al suelo los papeles que descansan sobre la superficie. Si por el mal manejo de su motricidad fina, logra que uno de éstos se caiga al piso, no lo recoja, recuerde que la señora del aseo pasa en una hora más retirando la basura de la oficina.

Pida a un alumno en práctica el diario con las noticias del día. No haga esfuerzos por agradecerle. Él sabe que está en un medio importante y que no debe perder oportunidad para caer en gracia a los periodistas más antiguos.

Abra el diario y comience por leer la sección de deportes. Recuerde que por quedarse bebiendo en el bar con sus amigos anoche, no tuvo tiempo de ver por televisión el partido de su equipo favorito. Termine de leer la crónica deportiva y pase a revisar las noticias de espectáculos. Lea con atención los detalles del quiebre amoroso entre el tenista y la modelo, le servirá para estar al día en la materia cuando se encuentre en alguna pauta con un colega amigo.

No pase por alto el horóscopo. Busque su signo y una vez que haya leído que su número de la semana es el 7, pase a la página del puzzle. Tome un lápiz y comience a llenar los espacios vacíos con los sinónimos y el nombre de los personajes históricos que allí aparecen. Si tiene dudas, no olvide preguntar a su compañero del lado. Si lo ve muy concentrado recurra al que está en frente, siempre habrá uno pajareando o mirando las piernas de la secretaria de redacción.

Si no logró completar el crucigrama no se preocupe. Ahora extienda sus brazos y estírese como ha visto lo hacen los gatos. Si va a bostezar tape su boca con una de sus manos.

Ahora levántese y dirija sus pasos hacia la rubia periodista nueva que llegó esta mañana. Salúdela con cortesía y de paso eche una miradita a su escote. Ofrézcase para ayudarla, sea amable. Ella se lo agradecerá.

Camine después en dirección a la oficina de su editor. Si éste le ofrece asiento, no acepte. Sea breve, recuerde que está en el turno de la tarde. Pregunte por la pauta y anote en su croquera las fuentes que debe consultar. Si son más de tres, explique que con dos es suficiente, no se debe aburrir al auditor, debe ser su argumento.

Antes de sentarse nuevamente en su escritorio, vaya por un café. Mientras espera que el agua hierva, saque de su chaqueta un cigarrillo y enciéndalo de la manera más rápida que pueda. Que no se den cuenta que anda con cajetilla, siempre hay alguno que querrá fumar gratis.

Ya con el café humeante en sus manos, dé una última pitada y avance hacia su escritorio. No se detenga en el camino si alguien le pregunta por la pelea de los candidatos o si escucha rumores sobre posibles despidos en la radio. No se inquiete, usted sabe lo que vale su trabajo.

Desenfunde la grabadora, busque un lápiz y lea las fuentes que anotó en su libreta. Ingrese a Internet y busque en Google datos acerca del tema que su editor le pidió reportear. No olvide el uso de comillas a la hora de ingresar al buscador. Sólo así se asegura una rápida búsqueda.

Cuando tenga claro los personajes que debe entrevistar, recurra a su desgastado índice telefónico. Busque por nombre, apellido o institución. Si no lo encuentra, otra opción puede ser la Guía Silber. Si ya dio con el número marque, asegúrese de que el altavoz de su teléfono funcione e inicie la grabación. No se extienda más allá de lo establecido, con dos o tres preguntas puede tener el lead de la noticia. No deje que el entrevistado le entregue más datos de lo que usted le pidió aunque éste le asegure que le está dando una primicia. Eso a usted no le importa, solo sabe que debe sacar la noticia del día y punto.

jueves, 13 de agosto de 2009

El vestido de Clarita




Sus manos me apretaban fuerte, podía escuchar el rugir de las olas y mis pies enarenados se perdían en la inmensidad de aquella playa. De pronto pude soltarme bruscamente, mis palmas rojizas y frías aleteaban como alas de un colibrí furioso. Corrí velozmente sin soltar mi muñeca de porcelana.

Un grito espantoso me inmovilizó… era ella, mi abuela Herminia que me amenazaba desde la orilla con su viejo bastón. A esas alturas mi pelo era una maraña de pelusas y las cintas que lo amarraban estaban sucias y raídas.
-¡Vuelve de inmediato! -, le escuché decir pero tenía tanto miedo que preferí quedarme parada ahí con mis pies entumecidos, con la arena hasta las rodillas y con mi muñeca y su vestido de terciopelo azul.

No recuerdo como llegué a aquel lugar, creo que mi abuela nos había llevado a mí y a mis hermanos a conocer el mar. A mi madre no le importábamos mucho, desde que había enviudado por segunda vez se la pasaba todo el día en su mecedora de patas chuecas y ruidosas frente al televisor.

Una tarde en que jugaba con mi hermana Florencia la sentí respirar por última vez, un largo suspiro se escapó de su corazón y cerró los ojos para siempre.
- ¡Tengo frío! -, le reclamé a mi abuela esa noche. Había llegado a cuidarnos y de inmediato tomó las riendas de ese hogar maltrecho y abandonado.

Ya en la cena nos sirvió un consomé hirviendo que quemó nuestros paladares. Tan ávidos estábamos de comida que no nos importó su temperatura y bebimos tan rápido como pudimos. Mi hermano Andrés que siempre se las arreglaba para quitarle la comida a los demás, debió conformarse esta vez con mirar los platos vacíos que había a su alrededor y aunque intentó convencer a mi abuela de que su hambre era mayor que la del resto, solo logró conseguir un no como respuesta.

Al morir mi madre, mi abuela decidió llevarnos lejos. Siempre nos hablaba de un lugar con bosques, mar y casas con balcones y flores. Ese lugar se llamaba Neltume, nombre extraño pensé cuando lo escuché por primera vez, si hasta me costaba pronunciarlo. A mis hermanos les resultaba curioso ver como las olas rompían en las rocas. Yo en cambio, podía pasar horas buscando en caracoles que guardaba celosamente en los bolsillos de mi vestido.

Los días eran largos, jugábamos y corríamos por la orilla de una playa donde no había más gente que nosotros. En esos juegos, siempre me acompañaba Clarita, mi muñeca de ojos grandes y larga cabellera. No me separaba nunca de ella desde que supe que había sido rescatada de un terremoto y había perdido una de sus manos. Según mi padre, Clarita era una suerte de sobreviviente. Él mismo la recogió de los escombros cuando intentaba salvar a una pareja de ancianos que yacía debajo de los muros de adobe de una vieja casona en Chillán. Aún recuerdo cuando llegó con ella a casa. Vestía de un azul aterciopelado y su rostro tenía manchas que parecían lagrimones. No me importó que su brazo derecho terminara sin articulaciones o que no tuviera aretes de perla en las orejas como me habría gustado a mí tenerlos. Era el azul de su vestido lo que me llevó a no separarme jamás de ella. Ese azul intenso y a veces violáceo que cubría su delicado cuerpo de loza esmaltada.

Clarita venía de un país desconocido para mí. Mi padre suponía que debía ser de origen suizo o alemán. - ¿Te fijaste en sus ojos verdes? - Me preguntó el día que la dejó en mis manos. – En esos países las niñas tienen los ojos de ese color, un pelo rubio como el trigo y una piel tan blanca como el papel en el que dibujas esas casas que a ti te gustan-, me decía mientras se apuraba a degustar un humeante plato de lentejas en nuestra mesa familiar. Ese día besó mi frente y cerró la puerta de golpe. Nunca más volví a verlo.

Mis pies desnudos corrieron por esa arena gruesa que rompió mis dedos. Las rodillas me dolían y sangraban profusamente. Con las cintas que amarraban mi pelo pude limpiarlas y continuar con mi alocada carrera. No quise voltear y ver a mi abuela gritando desde la orilla despavorida. Al mirarme descubrí que mi vestido era un guiñapo descolorido y el de Clarita permanecía intacto, tan azul y algodonoso como el cielo. Cerré los ojos, abracé a mi muñeca y un largo suspiro se escapó de mi corazón.