lunes, 31 de agosto de 2009

El disparo



Dejó el arma sobre la mesa. La sintió pesada, mucho más que cuando la tomó aquella vez en esa armería de calle Zenteno.
-Es una semiautomática de grueso calibre. Sus tiros son letales- le indicó el vendedor, mientras giraba el revólver entre sus manos.
El anciano asintió con la cabeza. – Es para defenderme. Estoy viejo y solo. Ha visto las noticias?, le preguntó. – Nunca se sabe amigo, hay que cuidarse-
El hombre detrás del mesón lo miró con indiferencia. No era primera vez que vendía un arma de este tipo a un pobre y viejo jubilado que quería resguardar su integridad ante tanta violencia que a diario reportaba la radio y la televisión.
- De todas formas, tiene que inscribirla- sugirió el vendedor.
- Lo sé, conozco el reglamento, replicó.
Al salir, reparó que en la vitrina del local había un largo rifle de cacería calibre 22. – Modelo americano- dijo para sus adentros. Contempló por largo rato esa escopeta de fierro negro y culata de nogal. – Quizás esta sea mejor- pensó.

Abandonó la tienda con la caja bajo el brazo y caminó largas cuadras hasta llegar a su auto que logró estacionar en una calle cercana. Miró a ambos lados y emprendió rumbo a Las Cruces. Ahí vivía desde que jubiló como empleado público en un Ministerio donde llegó a ser presidente de la Asociación de Funcionarios por dos períodos consecutivos. Al finalizar este último, se le vio deambular triste y pesaroso por los pasillos de aquel edificio de calle Juan Antonio Ríos. A sus espaldas se especulaba de un cáncer que lo estaría matando de a poco. Otros, que la pena era por su hijo Patricio. Siempre que le preguntaban por él bajaba la cabeza y algunos dicen haberlo visto lagrimear a escondidas. El último año en la institución lo dedicó a defender a sus compañeros. Desde su sitial como dirigente abogó por mejoras salariales y participó en cuanta reunión de funcionarios fiscales se desarrolló. Era habitual verlo con pancartas en las marchas al Congreso por el reajuste salarial.

Don Nelson era querido y respetado. En su oficina colgaban retratos de Clotario Blest, Ghandi y del padre Alberto Hurtado. Era un hombre de fe y de fuertes convicciones sociales. En su mesa de trabajo siempre había un libro y una libreta de apuntes donde le gustaba trazar algunos versos que después leía en voz alta en las cenas de aniversario que cada año celebraba la institución donde trabajó por más de 30 años.

Mientras conducía su Peugeot gris por la Alameda recordó a su mujer: la Estelita, como cariñosamente la llamaba. Una leve sonrisa cambió la fisionomía de su rostro abatido por la tristeza. La vio en la vieja casona que ambos compartían en La Reina cultivando cebollines y tomates en un improvisado huerto que cuidaba con esmero. - Si yo me hubiera ido antes- musitó. – Me haces falta vieja, mucha falta- se lamentó.

Una lágrima se deslizó por los surcos de su añosa piel. Manejó sin prisa y muy atento, dando de vez en cuando una fugaz mirada a la caja que dejó en el asiento del copiloto.
Al llegar a Las Cruces, notó que una de sus manos le temblaba. La alerta se la dio el brusco movimiento del volante que comenzó a vibrar cuando apareció ante sus ojos el letrero verde que indicaba en kilómetros la distancia de su destino.

Estaba nervioso, un repentino sudor bañó su frente la que intentó secar con un pañuelo que sacó de la guantera. Abrió la ventanilla del auto y respiró aire fresco. Le agradó sentir como el viento mecía los pocos cabellos que le quedaban. Pisó el acelerador con fuerza y giró a la izquierda para adentrarse en un camino húmedo y arcilloso. Notó que los pinos se mecían con más fuerza que la de costumbre y a lo lejos podía escuchar el rugir de las olas que golpeaban furiosas contra las rocas.

La cabaña que había comprado con la venta de su casona en La Reina era pequeña pero suficiente pensó –cuando la vio por primera vez- para pasar sus últimos días frente al mar.
-¿Y qué harás en este lugar Nelson?, le preguntaron amigos y familiares cuando lo vieron decidido a partir.

- Plantaré tomates, caminaré por la arena y volveré a leer esos viejos libros, como lo hacía el poeta en Isla Negra- respondió en ese entonces.
Pero nada de eso finalmente ocurrió. Podía pasar horas enteras sentado en el balcón contemplando como el sol se escondía detrás de esa línea horizontal que se perdía en el océano. No hubo huertos, ni ánimo para caminar descalzo por la playa. Apenas algunas lecturas de libros que había dejado en su mesita de noche.

Estacionó el auto frente al portón de madera con la inscripción Calle larga 2186. Abrió el pesado candado y empujó con fuerza. Contempló los lirios y las calas blancas que adornaban la entrada. Una vez dentro de la casa, saludó como siempre lo hacía a los personajes que adornaban las paredes. El rostro apacible del fundador de la Central Unitaria de Trabajadores CUT, Clotario Blest, lo miraba desde lo alto y los brazos abiertos del Padre Alberto Hurtado parecían ir a su encuentro.

- Aquí estamos compañeros, en la lucha diaria- les repetía a diario.
- Algún día nos encontraremos allá arriba-
Buscó su sillón favorito y encendió el televisor. Subió el volumen y sintió que sus mejillas se ruborizaban. Sintió calor y decidió quitarse el suéter y quedar en mangas de camisa. Afuera, el viento rugía fuerte y golpeaba las ventanas.

Miró hacia la mesa del comedor y vio el arma apuntando a un retrato familiar que decoraba un viejo armario. –Si se dispara ahora, morirían todos los que en esa foto sonríen, incluyéndome a mí- pensó.

De un salto se levantó del sofá. Le sorprendió tanta agilidad.
-Vamos a terminar de una vez con esto- se dijo.

Sacó de la caja las dos balas que había comprado y las cargó en el revólver con rudeza. Lo tomó con decisión y apuntó a sus sienes cerrando los ojos. Por su mente desfilaron recuerdos fugaces, imágenes de un pasado glorioso, de luchas y recompensas. Un estruendo interrumpió con violencia y vino a confundirse con la voz de un conductor de noticias que a esa hora relataba los detalles de un asalto a una familia en el sector oriente de la capital.

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