-Hija, hijita, una moneda- repite incansable el mendigo sentado sobre la circunferencia que me da forma. Todos los días arrastra sus pies cargando pesados bultos y se sienta junto a mí. Introduce sus manos negruzcas en el agua que a diario cambian los funcionarios municipales. Frota su rostro y se despercude con rapidez. Busca entre bolsas y harapos la choca para el café y el vaso de plumavit donde guarda las monedas.
Cuando ha juntado lo suficiente para su comistrajo del día, vuelve a sentarse a mi lado. Aprovecha el sol de la tarde para ventilar sus guiñapos que lava cuidadosamente en mi alberca. - Me molesta el jabón que usas - le susurro desde el fondo. – Es muy fuerte y soy alérgica- reclamo. Pero el vagabundo no me escucha y arremete con más fuerza, restregando cada una de sus ropas. Puedo ver desde acá camisas sin mangas, pantalones gastados y poleras rotas. – ¿Te vas a poner eso?- le pregunto.
Termina de lavar y decide usarme de tendedero. Aprovecha que a esa hora la gente transita apurada y extiende los trapos a lo largo, cuidando de no arrugar ninguna de sus coloridas prendas.
Comienzo a estornudar y el agua se agita formando pequeñas olas. Me siento extraña, cambio de color, no soy capaz ni siquiera de reconocer las monedas que a diario recibo como fuente de la fortuna. Son muchas, pero no logro distinguirlas. Un niño pasa en bicicleta y me mira con burla. Se ríe porque estoy rodeada de atuendos que no me pertenecen.
Recuerdo que cuando fui levantada al centro de ese frondoso parque con juegos infantiles y ciclovías, estaba feliz. Si hasta una ceremonia se hizo para celebrar mi presencia. Llegaron el alcalde, sus asesores, vecinos y curiosos mientras yo lucía con orgullo mi estructura de piedra marmolada con incrustaciones de metal.
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