martes, 22 de septiembre de 2009

Amor después de todo


Irene, una prostituta que captaba clientes en la barra de un bar clandestino llegó como todas las noches con su carterita de charol negro y su vestido de fiesta azul aterciopelado. Se sentó como pudo dejando al descubierto sus piernas largas y regordetas. Pidió lo de siempre, una bebida Light con hielo. Le gustaba estar siempre lúcida, sobre todo en aquellos momentos de intimidad, porque a diferencia de sus compañeras de local, ella sí los disfrutaba. Solía comentar que había nacido para el sexo. Libre de complejos era capaz de describir sin perder detalle cada escena de ardiente pasión con hombres de edades distintas y oficios diversos.

Pero esa noche no fue igual que las otras. Esperó más de lo acostumbrado y cuando iba por el cuarto vaso de brebaje sintió que le susurraban al oído. – Si me dejas pasar la noche contigo, te prometo que volveré- escuchó, mientras su garganta se atoraba de líquido gaseoso.

Al voltear se encontró con un hombre de pectorales anchos y labios gruesos. Vestía una camisa blanca y de su cuello colgaba una gargantilla de oro que hacía juego con sus tapaduras doradas. Por un momento creyó reconocerlo, pensó que podía ser el Charly, ese bruto cabrón que la dejó malherida en aquel viejo hotelucho de Concepción.

La tomó del brazo con violencia. Ella, intentó zafarse pero le fue imposible, la mano de aquel hombre apretaba fuerte; podía sentirlo. La arrastró por el local, dejando sillas y mesas en el camino. Afuera amenazó con matarla si gritaba. Doblaron la esquina y entraron al motel donde Irene solía llevar a sus clientes. Una vez dentro, el hombre se despojó de su chaqueta y buscó algo en el bolsillo. Irene temblaba, cerró los ojos e imaginó un revólver apuntándole a su cabeza. De pronto sintió que le arrebataban su cartera. – Más encima ladrón- pensó.

Un tibio beso la despertó y al abrir los ojos una rosa roja posaba ante sus ojos.
Tomó la flor con las manos aún temblorosas, él acercó sus labios a los suyos. Sólo ahí comprendió que estaba frente a su primer hombre, aquel que la deshojó como los pétalos de ese capullo carmesí que ahora yacían desparramados en la alfombra.

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