viernes, 30 de noviembre de 2007

Los mendigos de la Iglesia San Francisco


Los mendigos de la iglesia San Francisco suplican limosna…
Yacen sentados de espalda a la inhóspita pared de la iglesia
Cada mañana se les ve aparecer caminando por la ancha avenida
Cada tarde se les ve desaparecer rumiando su angustia y soledad
Entre sus mustios harapos algunos cantan y ofrecen pobres mercaderías
Hambrientos y desolados estiran su mano tibia y temblorosa…
Los mendigos de la iglesia San Francisco están cansados de pedir y pedir…

De lejos parecen pequeños bultos que se mueven entre la multitud
Ansiosos esbozan pequeñas sonrisas cuando ven el sol entre sus manos
Rascan sus cabezas y levantan su mirada…
Los mendigos de la iglesia San Francisco solo piden compañía…

De noche se despiden pero no se abrazan
Los mendigos de la Iglesia San Francisco están cansados de pedir y pedir…

jueves, 29 de noviembre de 2007

Alicia en el país de las zancadillas


Santiago de Chile, 13 de marzo de 2001

En el mundo del perdón:
Si tuviera que escoger un cuento infantil para leer a mis hijos y explicarle a través de él la violencia desatada tras el golpe militar de 1973, la Moneda en llamas, la bandera chilena flameando hasta convertirse en negruzcos pedazos de tela, escogería el clásico "Alicia en el país de las Maravillas", pero esta vez me permitiría contar mi propia historia y más aún esbozar un nuevo título. La llamaría "Alicia en el país de las zancadillas", la misma que con éxito fuera estrenada en tiempos de dictadura en las tablas del teatro chileno.
Alicia sería entonces la inocente niña que escapaba sigilosa de las manos de una malvada reina de corazones, capaz también de escoger el tamaño adecuado para ingresar hacia mundos desconocidos.
Es aquí donde comienza para esta pequeña el génesis de un cuento truncado que vio desde las aulas de clases arrancar aquellas páginas prohibidas de los textos de historia o bien presenciar la abrupta detención de su profesor por agentes de seguridad en pleno ejercicio de sus facultades docentes. Las preguntas fueron infinitas. Las respuestas tardaron en llegar, y el olvido oscureció las pupilas obligando a callar en el momento oportuno.
Pero Alicia creció aunque todo a su alrededor se mantenía estático, sin mayores sobresaltos al menos en su reducido espacio interior ... afuera, en cambio, las escenas de horror marcadas por el secuestro, la tortura y la inhumación ilegal de cuerpos -algunos lanzados al mar- aumentaban en número y forma, cada vez con más ensañamiento.
La primera zancadilla de esta pequeña con cabellos de oro fue el ocultamiento de la verdad, aquella verdad sesgada que permaneció lejos de su infancia, pero que con el contacto exterior fue cobrando cada vez más agudeza. Así, Alicia se vio en la libertad de exigir la recuperación de valores morales como la justicia, atenta a los hechos que muchas veces escuchó tras las puertas, los cuales leía en las crónicas rojas de algún periódico coludido con el régimen autoritario.
Conocida esta verdad, su mente continuó divagando por pasajes que a ratos le eran familiares. Si bien muchos de ellos seguían siendo ajenos a sus vivencias cotidianas, no tardaron en calar en lo más hondo de su corazón. El impacto que provocó el conocimiento de las prácticas represivas, las delaciones de los propios compañeros de partido, las frías paredes de las casas de tortura, los ojos vendados y los impactos de bala, marcaron el inicio de un rechazo que sin encono comenzó un largo peregrinar.
El camino fue cada vez más pedregoso, aunque zizaguerante en oportunidades toda vez que se ganaba una batalla en los tribunales de justicia. Sin embargo, bastaron dos palabras puestas en boca de los sectores más representativos de la sociedad chilena para poner fin a las esperanzas de ésta y muchas Alicias. Justicia con clemencia, interpretada por muchos como el perdón a quienes cometieron tales vejámenes. En Argentina, el indulto presidencial a los ex represores, medida abolida años más tarde como un ejemplo de dignidad. En Chile, en cambio, el perdón acuñado por la Iglesia y los poderes fácticos. "10 avemarías por hechos de tortura y sólo 10 padrenuestros por asesinato", publica un rebelde matutino que asoma entre revistas de la farándula y un titular en rojo con el título de "Pinochet en libertad bajo fianza".

Mi frustrada entrevista con Ernesto Cardenal



La primera imagen que tengo de Ernesto Cardenal es una fotografía en blanco y negro con su pelo desordenado por el viento, hablando ante un micrófono a su llegada al aeropuerto de La Habana, en Cuba. No es una imagen difusa; yo tenía sólo 6 años, pero en mi memoria quedó grabado el apacible rostro de un hombre que sembró de versos nuestra América Latina.
Tardé un buen tiempo en comprender que se trataba de un poeta, sacerdote y revolucionario que luchó con los sandinistas en Nicaragua para derrotar al temible dictador Anastasio Somoza. A los 15 años me enamoré de sus epigramas y no faltó el novio de escuela que leyó frente a mí aquellos inolvidables versos: al perderte yo a ti / tú y yo hemos perdido. Ya en la universidad, cuando estudiaba periodismo, el reencuentro con Cardenal fue más íntimo y duradero. Sus poemas adornaban muros o eran recitados en alguna clase de literatura hispanoamericana. Mi primer encuentro con el poeta -en lo que podemos llamar el Chile democrático del siglo XXI- fue en marzo del 2001, en un encuentro internacional que reunió, entre otros, a los vates chilenos Nicanor Parra y Gonzalo Rojas, al argentino Juan Gelman y por supuesto a este sacerdote rebelde de apellido Cardenal.
Durante cuatro días Santiago se llenó de poesía, en las universidades, en los ex centros de tortura del régimen militar convertidos ahora en parques por la paz y en el palacio de La Moneda, el mismo que fue atacado por las fuerzas pinochetistas un 11 de septiembre de 1973. No tengo claro las veces que Ernesto Cardenal ha visitado Chile, pero supongo que son muchas y en distintos periodos de la vida política nacional. Esta vez, la presentación del libro "Poesía reunida" de su amigo el escritor chileno Jaime Quezada era quizás el motivo principal de su visita. El anuncio de su sorpresivo viaje fue anunciado a fines de junio, tiempo suficiente -pensé- para lograr una entrevista. Mis expectativas eran tan altas que hasta me animé a escribirle un mensaje de correo electrónico en la dirección de su página personal. Muy pocos me han creído hasta ahora, pero Ernesto Cardenal me respondió, aunque me pregunto si verdaderamente fue él quien leyó mi petición, a la cual accedía sin problemas siempre y cuando lograra comunicarme con los gestores de su visita al país. Un par de llamadas me dejaron en claro que las entrevistas serían muy pocas y que sólo algunos medios tendrían acceso a hablar con el poeta.




Si de perseverancia se trata debo admitir que este concepto adquiere para mí cada vez más importancia; toda vez que se cierra una puerta se abre una ventana, me repetí infinitas veces. Con grabadora en mano y un cuestionario de preguntas que nada tenía de improvisado, emprendí rumbo a las instalaciones de lo que será la nueva biblioteca de Santiago en un populoso barrio de la capital. Un aula que congrega normalmente a unas 400 personas debió albergar esta vez a más de quinientas.
Estudiantes de literatura, sociología, académicos y escritores fueron los primeros en copar los escasos asientos dispuestos para esta larga tertulia que se prolongó más allá de las 9 de la noche. Un silencio sepulcral marcó la jornada, aunque matizada con las risas que provocaban en el público las espontáneas respuestas del poeta. Terminada la ronda de preguntas (que incluyó desde sus inicios en la poesía hasta su relación con Dios, el marxismo y la religión), Cardenal desapareció como una estrella fugaz, flanqueado por los organizadores del evento, de esos que no te permiten ni siquiera extender tu mano para saludar a quien fuiste capaz de escuchar de pie durante más de dos horas. La decepción se apoderó de mí como una especie de maldición que me persiguió durante todos los días que el poeta permaneció en Santiago, cada vez que lo veía aparecer en la prensa respondiendo preguntas acerca de su deteriorada relación con el Vaticano y su impresión acerca de los abusos deshonestos cometidos por los honorables representantes de la Iglesia Católica. No llevo la cuenta de las veces que releí aquellas furtivas entrevistas; quería que me hablara de poesía, de la influencia de Neruda, de su relación con Chile y de Nicaragua.
El nombre y la dirección del hotel donde se alojaba y la noticia de que su estadía se extendería por unos días más, despertó en mí una euforia casi incontrolable y me prometí a mi misma que esta vez no se me escaparía. Al llegar al hotel Orly -ubicado en esos barrios donde la gente se distrae a través de las vitrinas multicolores y las calles parecen más ordenadas- la recepcionista me alertó de inmediato que "el señor Ernesto Cardenal se encontraba fuera del hotel y no tenía hora de regreso". La expresión de mi rostro pareció enternecer a la mujer, quien me facilitó lápiz y papel para dejar un mensaje. Cuando me disponía a relatar nuevamente mis intenciones, la recepcionista me susurró al oído: "el señor Cardenal está de regreso". Al mirar hacia atrás lo ví abriendo una puerta de vidrio y caminando lentamente. Me acerqué, le ofrecí mi mano y le di un beso en su mejilla izquierda. Hasta ese momento la afabilidad era mi mejor aliada. Pero cuando le pregunté si era posible que conversáramos unos minutos se escapó como pez en el agua y desde una esquina me repitió que no concedería más entrevistas. Acto seguido, desapareció rápidamente.
Al salir del hotel me embargó un sentimiento extraño; el desánimo hacía presa en mis cinco sentidos. Pensé en Cardenal como en esos juglares y trovadores de la Edad Media que recorrían pueblos y ciudades olvidadas. Lo recordé recitando sus versos y contemplé su pelo blanco, añoso, casi transparente. Me quedé con su imagen, su historia y un beso en la mejilla.