lunes, 29 de mayo de 2023

 ¿ A qué huele la redacción de un diario? A papel, a tinta, a pucho y cafés a medio terminar. La nostalgia de un oficio ya casi extinto. Periodismo callejero, investigación y talento narrativo. Claudia Piñeiro es argentina y en esta novela atrapante nos enfrenta a un mundo de límites y controles; la relación entre el periodismo y el poder. Un relato fascinante.


jueves, 15 de septiembre de 2022

La edad del perro de Leonardo Sanhueza

 

Ser niño en la década del 80, una época marcada a fuego por la cesantía, la violencia que nos golpeaba con los apagones y las velas que alumbraban esas tibias noches de invierno. 

En el sur, la lluvia caía a cántaros, mojando todo a su paso. Las goteras en el comedor y hasta en los dormitorios donde el clap clap del agua caer a esa olla sin asas, perturbaba nuestros sueños infantiles. 

En la escuela nos esperaba el tazón de leche caliente y esas galletas terrosas que guardábamos en los bolsillos rotos de cotonas descosidas. Vivencias y recuerdos; el registro de los años que vivimos siendo niños en un país de luces y sombras llamado Chile. 

Un libro que nos regala la maravillosa experiencia de un niño de 9 años con su abuelo materno en una olvidada ciudad de Temuco. Todo, narrado con una perfecta y cuidada caligrafía.

 


La edad del perro. Santiago: Penguin Random House, 2014.

martes, 26 de enero de 2010

Los Payasos de la Esperanza (1977)


Escrita en el Taller de Investigación Teatral de PUC por Raúl Osorio y Mauricio Pesutic. Una de las obras que marcó mi infancia en aquellos años de cesantía, apagones y lucha social. Seis años de edad tenía el día en que esta obra se presentó en una iglesia de Ñuñoa. Recuerdo como si fuera hoy la actuación de Rodolfo Bravo y Mauricio Pesutic en el rol de dos payasos pobres, agobiados por la situación laboral de la época del PEM y el POJH.


Mi padre en esos años era funcionario de la desaparecida Vicaría de la Zona Oeste, un trabajo que hasta hoy lo emociona cuando al alero de la Iglesia y de instituciones como el SERPAJ y la Vicaría de la Solidaridad, la pobreza y la injusticia en Chile tenían como denominador común la dignidad.


Creo ser una afortunada, agradezco a mis padres por haberme enseñado que a través del teatro se puede aprender lo cotidiano de la vida, los sinsabores del destierro y el afecto perdido.

lunes, 14 de diciembre de 2009

La vergüenza


Miró de reojo al ejecutivo que subió despistado al carro tratando de atender una llamada a su celular. Llevaba una bolsa plástica negra en una de sus manos y varios kilos encima. Isabel era muy joven, su rostro así lo delataba pero su porte y su gruesa estructura la hacían ver toda una señora.

El metro hervía de pasajeros a esa hora de la tarde. Debió permanecer estoicamente de pie durante todo el trayecto. -Cómo puedo estar cansada si tengo solo 20 años- se lamentó, mientras pensaba con ansias en el sándwich que devoraría minutos más tarde en ese local de comida rápida que tanto le gustaba.

El tren frenó bruscamente y por no estar atenta rodó por el suelo antes de quedar desparramada en el vagón. Se levantó como pudo, recogió la bolsa y se incorporó de nuevo. Sus mejillas comenzaron lentamente a enrojecer. Las sintió ardientes como si le hubieran dado una feroz bofetada. A su lado se instaló una muchacha que no paraba de mandar mensajes por su teléfono.
–¿Serán recados a su novio?- se preguntó Isabel mientras recordaba esas cartas que aún guardaba. Apretó la bolsa que llevaba entre manos e intentó alejarse de la chica que apretaba desenfrenada cada letra y número de su celular. Isabel quería bajar de ese vagón y advirtió que aún le faltaban cuatro estaciones para llegar a destino. Intentó concentrarse contando las luces blancas cada vez que el tren se internaba en el túnel, pero pasaban tan rápidas ante sus ojos que por momentos sintió fuertes mareos que la obligaron a abandonar esta acción.

A lo lejos vio que una señora se levantaba de su asiento. –Estoy tan agotada que me sentaría feliz.- se dijo, pero desistió de ello toda vez que imaginó las miradas de los pasajeros al verla cruzar el vagón.

- ¡Vergüenza, eso es lo que debería darte!. Si sigues comiendo de esa forma no encontrarás a nadie que se fije en ti- le dijo su madre cuando la vio devorar con tanto ahínco tres marraquetas y medio kilo de jamón a la hora del té.

El tren frenó de nuevo y la voz casi indescifrable de su conductor se escuchó por los pasillos del vagón. – Señores pasajeros este tren permanecerá detenido más allá del tiempo establecido- se oyó decir por altoparlante. Isabel notó que las luces bajaban y miró hacia la puerta cuyos vidrios eran ahora verdaderos espejos acusadores. La redondez de su figura le sorprendió. Notó que sus pómulos mofletudos colgaban de su rostro como dos grandes manzanas rojas. Sin embargo le gustó su nariz, respingada y pequeña. Al bajar por su cuerpo se avergonzó de su abultado abdomen. Intentó mantenerse erguida aguantando la respiración. En eso estaba cuando de pronto vio algo que la dejó sin aliento. No podía creer que durante todo el tiempo que había durado su trayecto no haya sido capaz de verlo. ¡O sí!, si lo vio pero lo miró con deprecio cuando subió al vagón preocupado de responder una llamada. El no la reconoció o si lo hizo prefirió esconderse entre la multitud.

-Era obvio- pensó Isabel. –Ya no soy la misma y debe sentir vergüenza de mí-
Cuando la abandonó aquella tarde de domingo se juró a si misma que jamás lo volvería a ver. El tiempo se encargará, pensó en ese entonces. Y aunque trató de buscar una salida desesperada a su angustia el hambre pudo más y permaneció meses sin salir de su habitación. Pero una llamada urgente desde el otro extremo de la ciudad la obligó a salir de entre las sábanas aquella mañana sin saber que se había transformado en una perfecta desconocida.

martes, 22 de septiembre de 2009

Amor después de todo


Irene, una prostituta que captaba clientes en la barra de un bar clandestino llegó como todas las noches con su carterita de charol negro y su vestido de fiesta azul aterciopelado. Se sentó como pudo dejando al descubierto sus piernas largas y regordetas. Pidió lo de siempre, una bebida Light con hielo. Le gustaba estar siempre lúcida, sobre todo en aquellos momentos de intimidad, porque a diferencia de sus compañeras de local, ella sí los disfrutaba. Solía comentar que había nacido para el sexo. Libre de complejos era capaz de describir sin perder detalle cada escena de ardiente pasión con hombres de edades distintas y oficios diversos.

Pero esa noche no fue igual que las otras. Esperó más de lo acostumbrado y cuando iba por el cuarto vaso de brebaje sintió que le susurraban al oído. – Si me dejas pasar la noche contigo, te prometo que volveré- escuchó, mientras su garganta se atoraba de líquido gaseoso.

Al voltear se encontró con un hombre de pectorales anchos y labios gruesos. Vestía una camisa blanca y de su cuello colgaba una gargantilla de oro que hacía juego con sus tapaduras doradas. Por un momento creyó reconocerlo, pensó que podía ser el Charly, ese bruto cabrón que la dejó malherida en aquel viejo hotelucho de Concepción.

La tomó del brazo con violencia. Ella, intentó zafarse pero le fue imposible, la mano de aquel hombre apretaba fuerte; podía sentirlo. La arrastró por el local, dejando sillas y mesas en el camino. Afuera amenazó con matarla si gritaba. Doblaron la esquina y entraron al motel donde Irene solía llevar a sus clientes. Una vez dentro, el hombre se despojó de su chaqueta y buscó algo en el bolsillo. Irene temblaba, cerró los ojos e imaginó un revólver apuntándole a su cabeza. De pronto sintió que le arrebataban su cartera. – Más encima ladrón- pensó.

Un tibio beso la despertó y al abrir los ojos una rosa roja posaba ante sus ojos.
Tomó la flor con las manos aún temblorosas, él acercó sus labios a los suyos. Sólo ahí comprendió que estaba frente a su primer hombre, aquel que la deshojó como los pétalos de ese capullo carmesí que ahora yacían desparramados en la alfombra.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

El destino de la pileta del parque Cousiño


-Hija, hijita, una moneda- repite incansable el mendigo sentado sobre la circunferencia que me da forma. Todos los días arrastra sus pies cargando pesados bultos y se sienta junto a mí. Introduce sus manos negruzcas en el agua que a diario cambian los funcionarios municipales. Frota su rostro y se despercude con rapidez. Busca entre bolsas y harapos la choca para el café y el vaso de plumavit donde guarda las monedas.

Cuando ha juntado lo suficiente para su comistrajo del día, vuelve a sentarse a mi lado. Aprovecha el sol de la tarde para ventilar sus guiñapos que lava cuidadosamente en mi alberca. - Me molesta el jabón que usas - le susurro desde el fondo. – Es muy fuerte y soy alérgica- reclamo. Pero el vagabundo no me escucha y arremete con más fuerza, restregando cada una de sus ropas. Puedo ver desde acá camisas sin mangas, pantalones gastados y poleras rotas. – ¿Te vas a poner eso?- le pregunto.

Termina de lavar y decide usarme de tendedero. Aprovecha que a esa hora la gente transita apurada y extiende los trapos a lo largo, cuidando de no arrugar ninguna de sus coloridas prendas.

Comienzo a estornudar y el agua se agita formando pequeñas olas. Me siento extraña, cambio de color, no soy capaz ni siquiera de reconocer las monedas que a diario recibo como fuente de la fortuna. Son muchas, pero no logro distinguirlas. Un niño pasa en bicicleta y me mira con burla. Se ríe porque estoy rodeada de atuendos que no me pertenecen.

Recuerdo que cuando fui levantada al centro de ese frondoso parque con juegos infantiles y ciclovías, estaba feliz. Si hasta una ceremonia se hizo para celebrar mi presencia. Llegaron el alcalde, sus asesores, vecinos y curiosos mientras yo lucía con orgullo mi estructura de piedra marmolada con incrustaciones de metal.

lunes, 31 de agosto de 2009

El disparo



Dejó el arma sobre la mesa. La sintió pesada, mucho más que cuando la tomó aquella vez en esa armería de calle Zenteno.
-Es una semiautomática de grueso calibre. Sus tiros son letales- le indicó el vendedor, mientras giraba el revólver entre sus manos.
El anciano asintió con la cabeza. – Es para defenderme. Estoy viejo y solo. Ha visto las noticias?, le preguntó. – Nunca se sabe amigo, hay que cuidarse-
El hombre detrás del mesón lo miró con indiferencia. No era primera vez que vendía un arma de este tipo a un pobre y viejo jubilado que quería resguardar su integridad ante tanta violencia que a diario reportaba la radio y la televisión.
- De todas formas, tiene que inscribirla- sugirió el vendedor.
- Lo sé, conozco el reglamento, replicó.
Al salir, reparó que en la vitrina del local había un largo rifle de cacería calibre 22. – Modelo americano- dijo para sus adentros. Contempló por largo rato esa escopeta de fierro negro y culata de nogal. – Quizás esta sea mejor- pensó.

Abandonó la tienda con la caja bajo el brazo y caminó largas cuadras hasta llegar a su auto que logró estacionar en una calle cercana. Miró a ambos lados y emprendió rumbo a Las Cruces. Ahí vivía desde que jubiló como empleado público en un Ministerio donde llegó a ser presidente de la Asociación de Funcionarios por dos períodos consecutivos. Al finalizar este último, se le vio deambular triste y pesaroso por los pasillos de aquel edificio de calle Juan Antonio Ríos. A sus espaldas se especulaba de un cáncer que lo estaría matando de a poco. Otros, que la pena era por su hijo Patricio. Siempre que le preguntaban por él bajaba la cabeza y algunos dicen haberlo visto lagrimear a escondidas. El último año en la institución lo dedicó a defender a sus compañeros. Desde su sitial como dirigente abogó por mejoras salariales y participó en cuanta reunión de funcionarios fiscales se desarrolló. Era habitual verlo con pancartas en las marchas al Congreso por el reajuste salarial.

Don Nelson era querido y respetado. En su oficina colgaban retratos de Clotario Blest, Ghandi y del padre Alberto Hurtado. Era un hombre de fe y de fuertes convicciones sociales. En su mesa de trabajo siempre había un libro y una libreta de apuntes donde le gustaba trazar algunos versos que después leía en voz alta en las cenas de aniversario que cada año celebraba la institución donde trabajó por más de 30 años.

Mientras conducía su Peugeot gris por la Alameda recordó a su mujer: la Estelita, como cariñosamente la llamaba. Una leve sonrisa cambió la fisionomía de su rostro abatido por la tristeza. La vio en la vieja casona que ambos compartían en La Reina cultivando cebollines y tomates en un improvisado huerto que cuidaba con esmero. - Si yo me hubiera ido antes- musitó. – Me haces falta vieja, mucha falta- se lamentó.

Una lágrima se deslizó por los surcos de su añosa piel. Manejó sin prisa y muy atento, dando de vez en cuando una fugaz mirada a la caja que dejó en el asiento del copiloto.
Al llegar a Las Cruces, notó que una de sus manos le temblaba. La alerta se la dio el brusco movimiento del volante que comenzó a vibrar cuando apareció ante sus ojos el letrero verde que indicaba en kilómetros la distancia de su destino.

Estaba nervioso, un repentino sudor bañó su frente la que intentó secar con un pañuelo que sacó de la guantera. Abrió la ventanilla del auto y respiró aire fresco. Le agradó sentir como el viento mecía los pocos cabellos que le quedaban. Pisó el acelerador con fuerza y giró a la izquierda para adentrarse en un camino húmedo y arcilloso. Notó que los pinos se mecían con más fuerza que la de costumbre y a lo lejos podía escuchar el rugir de las olas que golpeaban furiosas contra las rocas.

La cabaña que había comprado con la venta de su casona en La Reina era pequeña pero suficiente pensó –cuando la vio por primera vez- para pasar sus últimos días frente al mar.
-¿Y qué harás en este lugar Nelson?, le preguntaron amigos y familiares cuando lo vieron decidido a partir.

- Plantaré tomates, caminaré por la arena y volveré a leer esos viejos libros, como lo hacía el poeta en Isla Negra- respondió en ese entonces.
Pero nada de eso finalmente ocurrió. Podía pasar horas enteras sentado en el balcón contemplando como el sol se escondía detrás de esa línea horizontal que se perdía en el océano. No hubo huertos, ni ánimo para caminar descalzo por la playa. Apenas algunas lecturas de libros que había dejado en su mesita de noche.

Estacionó el auto frente al portón de madera con la inscripción Calle larga 2186. Abrió el pesado candado y empujó con fuerza. Contempló los lirios y las calas blancas que adornaban la entrada. Una vez dentro de la casa, saludó como siempre lo hacía a los personajes que adornaban las paredes. El rostro apacible del fundador de la Central Unitaria de Trabajadores CUT, Clotario Blest, lo miraba desde lo alto y los brazos abiertos del Padre Alberto Hurtado parecían ir a su encuentro.

- Aquí estamos compañeros, en la lucha diaria- les repetía a diario.
- Algún día nos encontraremos allá arriba-
Buscó su sillón favorito y encendió el televisor. Subió el volumen y sintió que sus mejillas se ruborizaban. Sintió calor y decidió quitarse el suéter y quedar en mangas de camisa. Afuera, el viento rugía fuerte y golpeaba las ventanas.

Miró hacia la mesa del comedor y vio el arma apuntando a un retrato familiar que decoraba un viejo armario. –Si se dispara ahora, morirían todos los que en esa foto sonríen, incluyéndome a mí- pensó.

De un salto se levantó del sofá. Le sorprendió tanta agilidad.
-Vamos a terminar de una vez con esto- se dijo.

Sacó de la caja las dos balas que había comprado y las cargó en el revólver con rudeza. Lo tomó con decisión y apuntó a sus sienes cerrando los ojos. Por su mente desfilaron recuerdos fugaces, imágenes de un pasado glorioso, de luchas y recompensas. Un estruendo interrumpió con violencia y vino a confundirse con la voz de un conductor de noticias que a esa hora relataba los detalles de un asalto a una familia en el sector oriente de la capital.