jueves, 13 de agosto de 2009

El vestido de Clarita




Sus manos me apretaban fuerte, podía escuchar el rugir de las olas y mis pies enarenados se perdían en la inmensidad de aquella playa. De pronto pude soltarme bruscamente, mis palmas rojizas y frías aleteaban como alas de un colibrí furioso. Corrí velozmente sin soltar mi muñeca de porcelana.

Un grito espantoso me inmovilizó… era ella, mi abuela Herminia que me amenazaba desde la orilla con su viejo bastón. A esas alturas mi pelo era una maraña de pelusas y las cintas que lo amarraban estaban sucias y raídas.
-¡Vuelve de inmediato! -, le escuché decir pero tenía tanto miedo que preferí quedarme parada ahí con mis pies entumecidos, con la arena hasta las rodillas y con mi muñeca y su vestido de terciopelo azul.

No recuerdo como llegué a aquel lugar, creo que mi abuela nos había llevado a mí y a mis hermanos a conocer el mar. A mi madre no le importábamos mucho, desde que había enviudado por segunda vez se la pasaba todo el día en su mecedora de patas chuecas y ruidosas frente al televisor.

Una tarde en que jugaba con mi hermana Florencia la sentí respirar por última vez, un largo suspiro se escapó de su corazón y cerró los ojos para siempre.
- ¡Tengo frío! -, le reclamé a mi abuela esa noche. Había llegado a cuidarnos y de inmediato tomó las riendas de ese hogar maltrecho y abandonado.

Ya en la cena nos sirvió un consomé hirviendo que quemó nuestros paladares. Tan ávidos estábamos de comida que no nos importó su temperatura y bebimos tan rápido como pudimos. Mi hermano Andrés que siempre se las arreglaba para quitarle la comida a los demás, debió conformarse esta vez con mirar los platos vacíos que había a su alrededor y aunque intentó convencer a mi abuela de que su hambre era mayor que la del resto, solo logró conseguir un no como respuesta.

Al morir mi madre, mi abuela decidió llevarnos lejos. Siempre nos hablaba de un lugar con bosques, mar y casas con balcones y flores. Ese lugar se llamaba Neltume, nombre extraño pensé cuando lo escuché por primera vez, si hasta me costaba pronunciarlo. A mis hermanos les resultaba curioso ver como las olas rompían en las rocas. Yo en cambio, podía pasar horas buscando en caracoles que guardaba celosamente en los bolsillos de mi vestido.

Los días eran largos, jugábamos y corríamos por la orilla de una playa donde no había más gente que nosotros. En esos juegos, siempre me acompañaba Clarita, mi muñeca de ojos grandes y larga cabellera. No me separaba nunca de ella desde que supe que había sido rescatada de un terremoto y había perdido una de sus manos. Según mi padre, Clarita era una suerte de sobreviviente. Él mismo la recogió de los escombros cuando intentaba salvar a una pareja de ancianos que yacía debajo de los muros de adobe de una vieja casona en Chillán. Aún recuerdo cuando llegó con ella a casa. Vestía de un azul aterciopelado y su rostro tenía manchas que parecían lagrimones. No me importó que su brazo derecho terminara sin articulaciones o que no tuviera aretes de perla en las orejas como me habría gustado a mí tenerlos. Era el azul de su vestido lo que me llevó a no separarme jamás de ella. Ese azul intenso y a veces violáceo que cubría su delicado cuerpo de loza esmaltada.

Clarita venía de un país desconocido para mí. Mi padre suponía que debía ser de origen suizo o alemán. - ¿Te fijaste en sus ojos verdes? - Me preguntó el día que la dejó en mis manos. – En esos países las niñas tienen los ojos de ese color, un pelo rubio como el trigo y una piel tan blanca como el papel en el que dibujas esas casas que a ti te gustan-, me decía mientras se apuraba a degustar un humeante plato de lentejas en nuestra mesa familiar. Ese día besó mi frente y cerró la puerta de golpe. Nunca más volví a verlo.

Mis pies desnudos corrieron por esa arena gruesa que rompió mis dedos. Las rodillas me dolían y sangraban profusamente. Con las cintas que amarraban mi pelo pude limpiarlas y continuar con mi alocada carrera. No quise voltear y ver a mi abuela gritando desde la orilla despavorida. Al mirarme descubrí que mi vestido era un guiñapo descolorido y el de Clarita permanecía intacto, tan azul y algodonoso como el cielo. Cerré los ojos, abracé a mi muñeca y un largo suspiro se escapó de mi corazón.

2 comentarios:

CarLost dijo...

Me acordé inmediatamente de dos grandes episodios en mi vida con mi abuela, como a los trece, en un paseo a Iloca, cuando tuve mi primer amor de verano, aunque la afectada no lo supo, y el otro, en Quienteros, justo para el terremoto.

Son las únicas ocaciones que recuerdo a mi abuela gritarme, o gritarle a alguien

CarLost dijo...

Por cierto.... escribe más seguido ale